Las ruta del exilio: Canfranc y los moriscos aragoneses

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Vista de Granada con mujeres moriscas. Franz Hogenberg, 1563. Biblioteca Nacional de España

Se estima que a principios del año 1609 había en España entre 275.000 y 300.000 moriscos (1). Las comunidades más importantes eran la valenciana, con unas 120.000-130.000 almas, y la aragonesa, con algo más de 60.000. El resto estaba diseminado por Andalucía occidental, Castilla, Extremadura y Murcia, muchos de ellos descendientes de los expulsados del reino de Granada tras la sublevación de 1568-71. Después de un siglo de presiones e incansables demandas de expulsión por parte de eclesiásticos y burócratas, Felipe III da finalmente su acuerdo. El 4 de abril de 1609 el Consejo de Estado aprueba la expulsión de los del reino de Valencia. Embarcarán, la mayoría, rumbo a Berbería, entre octubre de 1609 y enero de 1610. El 10 de enero de 1610, llega el decreto de expulsión de los andaluces, el 10 de julio el los del reino de Castilla y el 18 de abril (publicado el 30 de mayo) el de los aragoneses y catalanes —había muy pocos moriscos en Cataluña, principalmente concentrados en le delta del Ebro. Finalmente, el 8 de octubre de 1610, les llegará el turno a los murcianos. Con su partida, acabarán nueve siglos de presencia musulmana en la península ibérica, pues aunque los moriscos habían dejado de ser oficialmente musulmanes desde las conversiones forzosas de 1502 (Corona de Castilla) y 1526 (Corona de Aragón) muchas de sus comunidades, sobre todo aquellas en las que conformaban una aplastante mayoría de la población, continuaron adhiriendo a sus tradiciones religiosas de forma más o menos visible. Éste era el caso en gran parte del reino de Granada antes de la rebelión de 1568 y en los reinos de Valencia y Aragón. Los continuos fracasos de evangelización con vistas a su integración plena dentro de la mayoría católica, constituyeron un argumento importante en la decisión de su expulsión, aunque no el único. El exilio se produjo mayormente por puertos del Mediterráneo y, en algunos casos, por los del golfo de Gascuña. La mayoría de los moriscos aragoneses (unos 40.000) fueron dirigidos al puerto de Los Alfaques, en Tarragona. Los restantes encontraron su vía de salida del país por Rocesvalles y Somport. De ellos, unos 12.000 esperaron en Canfranc a que Francia les dejara entrar. Esta es su historia.

En Aragón, los moriscos constituían, aproximadamente, un veinte por ciento de la población del reino (eran un treinta por ciento en Valencia). En 1609, estas eran las dos comunidades moriscas más cohesionadas y fuertes —junto a la murciana del valle del Ricote— por su fuerte carácter campesino, aunque se distinguían entre sí por estar concentrada la aragonesa en las zonas de regadío y la valenciana, como consecuencia de los repartos de la conquista cristiana, en zonas de secano del interior del reino. Contrariamente a un tópico con el que uno se encuentra, los moriscos aragoneses, mudéjares antes de su conversión forzosa, no eran, en su mayoría, descendientes de los “conquistadores” árabes, ni de sus acompañantes bereberes, sino del viejo sustrato  hispano-romano y, en menor medida, visigótico, que fue poco a poco adoptando la religión islámica después del 711. Muchos de ellos podían alardear de ser más peninsulares “viejos” que muchos de los conquistadores cristianos, descendientes muchos de repobladores procedentes de allende los Pirineos. Resalta Corral (2) los testimonios de viajeros extranjeros que indican que los mudéjares aragoneses eran de tez blanca y podían confundirse con cristianos cuando se vestían apropiadamente. Aragón, como Marca Superior o frontera ( aṯ-Ṯaḡr al-Aʿlà) de al-Ándalus, se mantuvo relativamente independiente y al margen del centro gravitatorio del dominio musulmán en la península y, como consecuencia de ello, del eje que unió este último con el norte de África. La población musulmana en Aragón era en gran parte de origen muladí (conversos al islam) —  buena prueba de ello es la influencia que durante los siglos VIII y IX tuvo el clan de los Banu Qasi, descendientes del conde Casio, noble visigodo convertido al islam —; esto, claro, sin descartar el poblamiento bereber, al que se acudió sobre todo con fines defensivos, y la fuerte influencia yemení que acompañó a las dinastías Tuyubí y Hudí. En este sentido, el islam aragonés tiene referentes culturales que hay que buscar más en Oriente que en el sur de la península, y cuya muestra más palpable se encuentra en el arte zagrí aragonés, confundido en el arte mudéjar, y cuyas raíces se encuentran en la arquitectura oriental, tal como señalaron los arquitectos aragoneses Javier Peña y J. Miguel Pinilla.

Como subraya García Marco (2), en Aragón la influencia de la cultura islámica no se limitó a la presencia de musulmanes sino que se extendió a la naturaleza de la sociedad aragonesa y tiñó su cultura material de elementos islámicos. El término morisco fue el aplicado a los mudéjares obligados a convertirse durante la primera mitad del siglo XVI — mudéjar viene del árabe mudaÿÿan, que significa sometido. A medida que las fuerzas cristianas avanzaban hacía el sur, se resolvió la situación de los musulmanes con pactos de capitulación, que forzaban al exilio a aquellos que se habían resistido o, en caso de rendición pacífica, daban la posibilidad de permanecer en territorio conquistado, conservando su costumbres y religión. Eran los pacis mauri, que pasaban a ser dependientes del propio rey en el marco una relación feudal. Las motivaciones económicas, como subraya García Marco, condicionaron el estatus de la población musulmana sometida. La inseguridad y las dificultades demográficas y políticas de la repoblación por cristianos —estos exigían fueros y libertades—   y la falta de experiencia de estos en el cultivo de regadío, artesanía y servicios, hicieron que los reyes aragoneses pusieran especial cuidado en la protección de sus súbditos musulmanes. Con el tiempo, se iría produciendo un trasvase de dependencia hacía la gran nobleza feudal, que basaría la actividad económica de sus estados sobre las rentas percibidas de mudéjares primero y moriscos después. No es extrañar que la nobleza aragonesa fuera siempre la defensora de sus dependientes musulmanes. Tampoco lo es, vista la historia, la compleja trabazón que tejería el islam en la cultura aragonesa.

La peculiaridad de los moriscos aragoneses es que ocupaban las mejores tierras: las de regadío del valle del Ebro y algunos de sus afluentes. Básicamente rural, estaba repartida, esencialmente, en las siguientes zonas: valle del Ebro entero, valles de los afluentes de la margen derecha de (Jalón, Huerva, Martín y Guadalupe),  campos de Borja y Tarazona y entorno del Moncayo, Hoya de Huesca, Teruel, Gea de Albarracín y Albarracín y el valle del Cinca. La proporción de hogares moriscos era mayor en pequeños núcleos de población y muchos estaban exclusivamente poblados por ellos. Localidades como Botorrita, La Puebla de Híjar, Alfamén, Almonacid de la Sierra, Barbués, Calanda, Gotor o Muel, entre otras muchas, tenían una población enteramente morisca, con excepción del cura y del señor del lugar, cuando lo había. En otras, formaban una parte significativa del censo, como en Belchite o Figueruelas. Por el contrario, los grandes núcleos de población (Zaragoza, Huesca, Calatayud) tenían una proporción muy baja. Además de agricultores, eran conocidos como notables artesanos: tejedores, sastres, zapateros, herreros, ceramistas o carpinteros; también las de arriero o comerciante. Eran reconocidos como sobrios y laboriosos, lo que hacía que su porcentaje sobre la población activa fuese más alto de lo que era sobre la total. No tenían hidalgos, frailes, soldados, mendigos, pícaros o vagabundos, abundantes entre la mayoría cristiana. Citan Domínguez Ortiz y Vincent (4) el testimonio del alemán Muntzer en su viaje por España. Sobre Aragón escribía: “viven sesenta moriscos donde apenas podrían vivir quince cristianos”. Pedro Aznar Cardona, encarnizado detractor de los moriscos, escribe (5):

“Nunca se sangraban, ni purgaban, ni llamaban a los médicos, aunque había algunos de su nación, y así vivían los 80, 90 y 100 años. Tenían cirujanos que con ungüentos hacían maravillosas curas … Comían cosas viles…, como son fresas, legumbres, panizo, habas…higos, arrope, miel,…Hartábanse de pepinos, berenjenas y melones…Eran amigos de pescados…gastaban mucho aceite, y con él freían la cabra. Eran muy amigos de burlerías, cuentos y novelas. Y sobre todo de bailes, danzas solaces, cantarcillos,…”

Lo que en la actualidad nos parece una vida sana y envidiable era, para un cristiano viejo, aborrecible.

A partir del final de la Reconquista y de los decretos de conversión forzosa la convivencia entre las dos comunidades fue difícil, por no decir cargada de animosidad recíproca. Bien es verdad que está tensión intercomunitaria no debió tener la misma intensidad en todas partes. En Aragón, donde los mudéjares llevaban cinco siglos bajo el dominio cristiano, la inmersión, sobre todo en las relaciones económicas, y el mestizaje cultural debieron ser más profundos que en zonas de posterior conquista y, por tanto, la familiaridad y aceptación recíproca mayores. Cabe preguntarse cómo pudieron coexistir durante un siglo y cómo la morisca, minoritaria, pudo resistir y mantener parte de su identidad. Quizá, para ella, fuera un refugio seguro frente a los ataques de la mayoría, pero ese mismo aislamiento la condujo a un empobrecimiento cultural considerable. Sin embargo, había en ambas comunidades lo que, en lenguaje actual, calificaríamos de halcones y palomas. Por una parte, los partidarios de mantener la hostilidad, entre los cuales resaltaban, en el bando cristiano, burócratas reales y clero, sobre todo el bajo. En el bando moriscos, los que se sentían liberados de la necesidad de aparentar ser cristianos y se “echan al monte”. Aparte de la sublevación armada, cuyo mayor exponente es la de Las Alpujarras, el recurso fue el bandidismo. Los monfíes, como se les conocía en Granada, atacaban eclesiásticos, miembros de los tribunales, agentes del fisco y mercaderes, sus principales enemigos. Uno de ellos fue un tal Solaya, aragonés que se convirtió en héroe de los moriscos valencianos. Por otra parte, encontramos entre los cristianos defensores de la convivencia. Sobresalen los señores de los que dependían aquellos y ciertos eclesiásticos. Del lado morisco, hubo conversos sinceros que formaron un partido leal.

A medida que avanzó el siglo XVI, los voceros panfletarios del partido anti morisco cobraron mayor importancia, se hicieron oír mejor y su mensaje caló cada vez más. La satanización del morisco era cada vez mayor y pasó por acentuar, incluso groseramente, los rasgos y costumbres que chocaban u ofendían al cristiano viejo. Al igual que se había hecho con los judíos en el siglo anterior, se les acusó de todo tipo de impiedades y tropelías, aunque la la actitud hacia ellos no fue tan obsesiva y enfermiza como lo había sido hacia los primeros. Los moriscos inspiraban desprecio, pero sobre todo temor: temor a una rebelión armada como la de las Alpujarras, aunque bien es verdad que ni aragoneses ni valencianos se sumaron a aquella. Así pues, no en vano vemos cómo el turco por el este y los hugonotes por el norte provocaron el surgimiento de teorías conspirativas que colocaban a los moriscos como brazo armado coadjutor de una supuesta alianza Turquía-Francia dispuesta a acabar con el catolicismo español. La Inquisición se hizo eco de estos rumores y fue particularmente celosa en Aragón, por tener frontera con el Bearne, foco del luteranismo francés. La ansiedad alcanzó tintes de paranoia, todo basado en las “revelaciones” de supuestos informantes. Las cifras son elocuentes. A partir de 1560 2.371 moriscos son procesados en Aragón, una cifra mayor que la del reino de Valencia, a pesar de ser los valencianos mucho más numerosos, y es que a partir de mediados del siglo XVI el tribunal de Zaragoza se dedicó únicamente a perseguir luteranos y moriscos (6). En realidad, poco había que rascar pues hugonotes y turcos no estaban demasiado interesados en una supuesta invasión del reino, aunque en algún momento Enrique III de Navarra —más tarde cuarto de Francia— barajara la opción de un levantamiento. Por otra parte, las andanzas de un tal Duarte, supuestamente a sueldo del Gran Turco, no pasaron de simples intrigas. Seguramente, la debilidad de la monarquía española a principios del siglo XVII fuese una razón que pesara en el ánimo de Felipe III para dar crédito a esa posibilidad y decidir la expulsión. Quienquiera saber más sobre esas supuestas “conspiraciones” puede consultar el libro de E. William Monter, Frontiers of Heresy: The Spanish Inquisition from the Basque Lands to Sicily, Cambridge University Press, Cambridge (1990).

Cuando llega la hora de ejecutar la expulsión de los moriscos aragoneses el proyecto inicial contemplaba su embarque en puerto de Los Alfaques. Se quería copiar el modelo valenciano que tan bien había funcionado. Sin embargo, la cuestión logística no resultó tan simple y se tuvo que permitir la salida de parte de los expulsados por los pasos pirenáicos de Somport y Roncesvalles. Unos veintidós mil escogieron esa vía.

De hecho, antes de la expulsión general de 1609-1610, los Pirineos ofrecían la única vía de salida para los moriscos —que pudieran pagar el viaje, eso sí— que se adelantaron intuyendo lo que se avecinaba, ya que los embarques directos para Berbería estaban prohibidos. Domínguez Ortiz y Vincent (4) citan en su libro un manuscrito aljamiado del siglo XVI que indica al interesado la ruta a seguir. Partiendo de Jaca, “donde manifestarás el oro” y el desfiladero de Canfranc, debía seguir por Tarha (Tarbes) y Tolos (Toulouse) a Lyon, y de ahí a Valonia o Milán para, en este último caso, dirigirse al imperio otomano. Comentan los mismos autores: “en Jaca debían manifestar que se iban porque tenían deudas y querían retraerse en Francia; si le preguntaban en Francia por el objeto de su viaje , ke is (vaís) a santa María del Loreto y, en Italia, ke is a besitar el Sr. san Marco  de Venecia”.

Volvamos a la expulsión masiva. En mayo de 1610 se publica en Zaragoza el edicto correspondiente a los moriscos aragoneses y se les da tres días para arreglar sus asuntos antes de partir. En los meses de junio y julio, ya son varios miles los que esperan en las campas de Jaca para pasar a Francia. Posiblemente, algunos han logrado subir y se han instalado a lo largo del desfiladero de Canfranc. Vienen de la Hoya de Huesca y del valle del Jalón, preferentemente y, para muchos, el viaje ha sido muy duro. Aznar Cardona ofrece una imagen sombría:

“… en orden de procesion desordenada, mezclados los de a pie con los de acaballo, yendo unos entre otros, reventando de dolor y de lagrimas, llevando grande estruendo y confusa voceria, cargados de sus hijos y mujeres, de sus enfermos,viejos y ninos, llenos de polvo, sudando y carleando, los unos en carros apretados alli con sus personas, alhajas y baratijas; otros en cabalgaduras con extranas invenciones y posturas rusticas, en sillas, albardones, espuertas, aguaderas, arrodeados de alforjas, botijas, tanados, cestillas, ropas, sayas, camisas,lienzos, manteles, pedazos de canamo, piezas de lino… Unos iban a pie, rotos, mal vestidos, calzados con una espartena y un zapato, otros con sus capas al cuello, otros con sus fardelillos y otros con diversos envoltorios y lios, todos saludando a los que los miraban diciendoles: El Senor les ende guarde. Senores, queden con Dios… Yban de cuando en cuando muchas mujeres de algunos moros ricos hechas unas debanaderas, con diversas patenillas de plata en los pechos, colgadas de los cuellos, con gargantillas, collares, arracadas, manillas, corales y con mil gayterias y colores en sus trajes y ropas, con que disimulaban algo el dolor del corazon, los otros, que eran mas sin comparacion, iban a pie cansados, doloridos, perdidos… padeciendo incomportables trabajos, grandisimas amarguras, muriendo muchos de pura afliccion, pagando el agua y la sombra por el camino por ser tiempo de estio”

Al llegar a las estribaciones del Pirineo deben esperar. Y es que Enrique IV de Francia, el antiguo hugonote, en su día enemigo jurado de la monarquía hispánica, dicta en febrero de 1610 una resolución de acogida de los moriscos, con la condición de que sean buenos católicos. Ante la avalancha incontenible, se desdice en abril del mismo año: los moriscos ya no pueden entrar en Francia y el que lo hiciere será ahorcado. El duque de la Force, gobernador del Bearne, escribe a la reina regente pidiendo instrucciones—Enrique IV ya ha sido asesinado por Ravaillac—. “Masacrar a todo este pueblo sería una de una barbarie inaudita”, dice a la reina. París entiende la gravedad del problema y decide darles paso y organizar un sistema de transporte hacia el puerto de Agde, en el Languedoc, para embarcarlos hacía Berbería. Entre agosto y septiembre de 1610 logran cruzar todos el Somport. A finales de septiembre, la operación ha concluido.

Una vez en Francia, la mayoría siguió el camino indicado hasta Agde y fue embarcada, mayoritariamente, hacía Túnez, donde dejó huella. Otros aterrizaron en Provenza, siguiendo, curiosamente, con sus litigios legales por deudas (7). Y es que el dinero es es lo que es, aunque seas un refugiado. Algunos son mencionados vagabundeando por los puertos de Gascuña. También, hay quien afirma que unos pocos se unieron a los agotes del Bearne (8). Y es que hubieron muchos casos documentados de intento de integración en la sociedad francesa. Alguno llegó incluso a ser consejero real, pero todo esto es una larga historia y merece un futuro post. Lo que está claro es que las consecuencias económicas de la expulsión fueron desastrosas para Aragón. Fue un golpe definitivo del que no se recobró, malamente, hasta el siglo XVIII. Eso da una medida de la importancia que tuvieron los moriscos en la la estructura socio-económica del país. Sin embargo, ahí donde fueron, supusieron un impulso social, económico y cultural de primer orden, como es el caso de Túnez.

En contrapartida, ¿cuáles fueron las consecuencias políticas, si se pueden calificar así? Salvo algunas excepciones, los cristianos viejos vieron partir a los moriscos con la mayor indiferencia, si no con disimulado alivio en muchos casos. En el caso de los moriscos, las reacciones fueron desde la alegría, los menos, por concluir una convivencia lesiva para ellos hasta la tristeza por verse obligados a abandonar una tierra que consideraban suya. La gran mayoría lo hizo con la resignación que da el fatalismo musulmán. Se ha argumentado que los elementos culturales peninsulares que llevaron allí donde fueron, y que perduraron largo tiempo, son un signo inequívoco de su identidad española. Nada más lejos de la realidad. Las comunidades cristiana y musulmana peninsulares construyeron identidades contrapuestas y exclusivas, obligadas a entenderse por cuestiones de conveniencia económicas y políticas. Los reinos cristianos y musulmanes medievales arbitraron relaciones intercomunitarias dependiendo de los equilibrios de poder del momento, ya que presencia de un  rival más o menos fuerte sobre suelo peninsular condicionó la actitud hacia las minorías religiosas, regidas en ambos lados por relaciones contractuales y políticas distintas a las de la mayoría dominante. Con la victoria definitiva de los cristianos el delicado equilibrio se rompió. La construcción del estado nación moderno, tal como lo concebían  los Reyes Católicos y otros soberanos europeos, había de vertebrarse a lo largo de una identidad sustentada en la exclusión de diferencias religiosas, étnicas e incluso regionales. No había cabida para la multiculturalidad, al entenderla como fuente de división y debilidad. Al musulmán, o al morisco criptomusulmán en su caso, el concepto de estado nación le era —y le sigue siendo— totalmente ajeno. Su señas identitarias giraban —y giran todavía— alrededor del dar el islam, la casa del islam, la comunidad musulmana global. Las consideraciones geográficas de pertenencia son accidentales y secundarias. El musulmán peninsular no se consideraba castellano, aragonés o valenciano; era, a lo sumo, andalusí, habitante de al-Ándalus, término que engloba toda la península, y como tal era reconocido en el resto del mundo islámico. Estas dos percepciones casi antagónicas no eran compatibles. No hemos pues de pensar en función de parámetros actuales sino en los de la época y, en aquellos, no cabía más soluciones que la asimilación completa o la expulsión de las minorías.

Nihil Obstat

El gato

(1) Estimación inicial de H. Lapeyre en: Geografía de la España morisca, Biblioteca de Estudios Moriscos, Editorial Universidad de Granada, Prensas Universitarias de Zaragoza (2009), más tarde corregida al alza por otros autores.

(2) J.L. Corral Lafuente, El proceso de represión contra los mudéjares aragoneses, en Aragón en la Edad Media. Homenaje a la profesora Carmen Orcástegui Gros. Vol. 1 (1999)

(3)  F.J. García Marco, Los mudéjares aragoneses en los siglos XII al XV, en Aragón Sefarad. Diputación de Zaragoza. Ibercaja. Obra Social y Cultural. Vol. 1. Zaragoza (2005)

(4) A. Domínguez Ortiz, B. Vincent, Historia de los moriscos: Vida y tragedia de una minoría. Biblioteca de la Revista de Occidente. Madrid (1979)

(5) P. Aznar Cardona, Expulsion justificada de los Moriscos españoles, y suma de las excellentias christianas del nuestro Rey Don Felipe et Catholico Tercero. Huesca (1612)

(6) B. Benassar, La Inquisición de Aragón y los heterodoxos. Rev. Zurita, 63-64, p. 87-92 (1991)

(7) P. Santoni, Le passage des Morisques en Provence (1610-1613), Provence Historique, 185, p. 333-383 (1996)

(8) J.H. Probst-Biraden, Cagots des Pyrénées et Mudejares d’Espagne, Revue de Folklore Français, p. 23-30 (1932)

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